LAS CAMPANAS
Desde que vivo aquí o allá, en el límite,
donde siempre hace viento y está alto,
donde llegan primero las nubes y descargan
su pasado de océanos,
al silencio le faltan los diamantes,
al silencio le falta la música inaudita,
la vibración de luna que mueve mi memoria.
Yo era casi una niña,
cuando el verano escribe en la nocturna
acacia de mi plaza
un olor reposado del hechizado cuerpo
de la princesa,
no penséis que está muerta, únicamente duerme.
Y no es cristal la noche ni basalto
porque el aire se agita, se hace rítmico:
alguien mueve la flor de las campanas
y voltea sus copas, su sonido.
Mientras tanto, me aprendo
la cazadora voz de los murciélagos,
el rascar de las uñas de los gatos
y la ingenua emoción de los ratones.
Cómo cruza la noche
la edad de las campanas y se olvida
que la princesa es bella en un segundo,
que la pasión penetra en las alcobas,
que mañana será volverse cauto.
Cómo cruza la noche
doblando las campanas, recordando un incendio,
repicando las bodas, tañendo despedidas.
La noche hecha campana
cerca del aquelarre y sus hogueras
cuando soy una niña.
Más tarde, la costumbre
de adelantarme al alba de la tinta
despierta a la princesa enamorada
y algo triste me habita para siempre.
El día va llegando con su antorcha
e incendia las campanas de vencejos.
Y yo crecí de pronto.
Desde que vivo aquí o allá, en el límite,
al silencio le falta su escritura.
María Antonia Ricas